Marisela: “Porque yo soy Misquita, mis hijos también, aquí tienen que hablar nuestro idioma”

Marisela Davis de 33 años es una madre soltera, exiliada en Costa Rica desde hace más de siete años. Ella no renuncia a sus raíces indígenas y transmite a sus tres hijos los valores culturales de la etnia miskita.  

Marisela Davis se exilió en Costa Rica luego que colonos y militares secuestraran a su padre. “Antes estaba bien, pero cuando vi lo que ocurrió con mi padre, sentía miedo y por eso me vine para acá. Como ya no tengo a mi papá, ni a mi mamá, me vine con mis hijos”.

Desde temprano, y en dependencia de los horarios escolares, la jornada de Marisela inicia alistando a sus hijos para llevarlos a clase. En Costa Rica los horarios de clases son distintos cada día. Eso afecta la posibilidad de trabajar formalmente porque no pueden estar pidiendo permiso para ir por sus hijos e hijas las onde de la mañana o dos de la tarde, por ejemplo.  

El pan de la enseñanza y un tiempo de comida

Marisela menciona que la asistencia de sus hijos a la escuela representa una ayuda para ella porque en la escuela reciben el almuerzo y no tiene que atormentarse porque a veces no tiene para comprar el arroz, los frijoles y el aceite.

La niñez exiliada puede asistir a la escuela, independientemente de la condición migratoria que tengan, pero requiere del acompañamiento de un familiar tanto a la entrada como a la salida de clases. Marisela ha tratado de buscar un trabajo, pero la irregularidad en los horarios de clases le limita esa posibilidad porque no puede estar pidiendo permiso todos los días para llevar a sus hijos a la escuela e ir a traerlos. Ella tiene temor que el Patronato Nacional de la Infancia (PANI) les quite a sus hijos, si deja de cuidarlos para irse a trabajar.

Marisela se asegura de transmitir el idioma miskito a sus tres hijos, pero reconoce que no es una tarea fácil porque en el círculo social predomina el español.  “El que más entiende es el grande, los más chiquitos casi no hablan, pero entienden miskito”, dice.

Los tres hijos de Marisela asisten a la clase de miskito que se ofrece en la escuela para que hablen y escriban en su lengua materna. Marisela dice que gracias a la profesora Lizethe, quien también es miskita, puede estar tranquila de que sus hijos e hija aprendan el idioma de su abuelo y abuela. 

Marisela celebrando el cumpleaños de su niña / NB

También en la fe

Las actividades religiosas también son un nicho para que la comunidad miskita socialice y practique su cultura tradicional y espiritualidad. Por eso, han establecido una iglesia morava para desarrollar sus jornadas espirituales.

“Los niños usan más el español, pero cuando ellos van a la iglesia y se encuentran que solo los misquitos van en esa iglesia y hay otros niños misquitos, ellos entonces lo practican”.

“Yo soy misquita y mis hijos también, entonces ellos tienen que crecer con lo sagrado de nuestro idioma”, dice Marisela.

La identidad gastronómica

El pueblo miskito mantiene una tradición gastronómica basada en la mezcla de bastimentos, mariscos y animales de la selva. Cada vez que puede, Marisela prepara las comidas tradicionales.

“Nuestras comidas que a veces hacemos aquí, cuando podemos, como el rondón de pescado, el gallo pinto con coco, las tortillas de harina, el wabúl, el pan de coco. Yo les digo esa es la comida de Nicaragua, esa es la que hacemos y comemos”, dice Marisela llena de alegría.

Marisela tiene la esperanza de emprender un negocio de comidas típicas indígenas que le permita generar dinero y salir adelante. Por eso, interpela a la comunidad internacional para que apoyen este tipo de ideas.

Las mujeres miskitas son bien solidarias, se ayudan entre ellas, se cuidan los niños, se apoyan en emergencias de salud y son buenas madres y amigas. Por esa razón es común encontrar hacinamientos en las viviendas que albergan a familias miskitas, porque además de ser familias numerosas, están en constante comunicación.

Cuando Marisela debe ir al centro de salud, que es difícil y engorroso porque puede llevarle más de un día en la gestión de la atención médica y el posterior retiro de los medicamentes, tiene la confianza en dejar sus hijos con una de sus vecinas de la cuartería.

No son familias por lazos de sangre, pero sí lo son por etnia, “Yo le digo tía, pero no es mi familia, pero somos como una gran familia”, comenta Marisela al lado de otras mujeres que conviven bajo el mismo techo.

Marisela Davis con hijos y sobrinos / NB

Cuando cae la tarde empieza la nostalgia 

Al caer la tarde y cuando sus hijos ya han regresado de la escuela, Marisela les ayuda a hacer las tareas y, antes de dormir, conversa con ellos sobre sus orígenes.  

“Trato de contar algunas historias de nosotros los misquitos, pero son muy curiosos y siempre están preguntando por sus abuelos, a veces me dejan sin repuesta, pero yo les digo la verdad”, dice Marisela respirando profundamente.

“A veces me preguntan cuándo vamos a ir a Nicaragua y yo les digo:  amor, ahorita no podemos ir a Nicaragua por la situación que estamos pasando y ellos comprenden”, relató.

Un recuerdo doloroso que le impide regresar a Nicaragua 

Hablar del secuestro de su padre es algo que a Marisela le genera dolor porque aún no ha terminado de asimilarlo. Busca apoyo en sus amigas, entrelaza los dedos de sus manos, cruza los pies y con la voz temblorosa menciona que es difícil contar en español lo ocurrido con su padre, un líder indígena comunitario de Krukira que trabajó con el gobierno, pero cuando vio que éste apoyaba a los colonos invasores de tierra, se rebeló.

A diferencia de muchas familias miskitas que añoran regresar a sus comunidades de origen, Marisela no quiere hacerlo por lo sucedido con su padre. “Lo que más deseo para mis hijos es que no regresen a Nicaragua, aunque un día yo falte, pero que no regresen a Nicaragua”.

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