Memorias de la vida en Bluefields en las prosas del escritor caribeño Ronald Hill
El viaje comenzó bajo un cielo azul, de esos que parecen una promesa. Recorrí durante casi una hora y cincuenta minutos la majestuosa carretera que conduce a Bluefields y que en la distancia se asemeja a un hilo blanco que sobresale entre las diferentes tonalidades de verde que cubren cerros y valles.
El sol brillaba sobre los árboles y los ríos que cruzan el camino, mientras en mi interior se mezclaban emociones de reencuentro y memoria. Al llegar, luego de ubicarme en el hotel y caminar por una de las calles de la ciudad, vi a mi prima Ivette Álvarez. Grité su nombre y se detuvo.
Caminamos juntos en la dirección que ella seguía y me sorprendió con una pregunta inesperada:
—¿Vos querés conocer a mi otra hermana, la otra hija de Pablo?
—Claro que sí —le dije.
Y fue así como conocí a una prima que llevaba muchos años con deseos de conocer, hija de tío Pablo con su segunda familia. Es una joven hermosa, de rostro familiar. Desde que la vi, noté en ella el parecido con mi tío Pablo, su padre, y también papá de Ivette. Fue uno de esos momentos donde el lazo de sangre se revela en una mirada, en un gesto, en un parecido que no necesita explicación.

También aproveché mi paso por Bluefields para visitar al profesor Arturo Valdés, director de Radio Zinica. Estaba en la radio y, al entrar en la cabina para darle un ejemplar de mi libro, me invitó a sentarme frente a los micrófonos y me hizo una entrevista sobre los Hijos del Tiempo y la Arena – Relatos de El Bluff para su audiencia radial. Fue un momento especial, y le agradezco sinceramente por darme ese espacio para compartir nuestras historias del Bluff con quienes aún las recuerdan y con quienes las están descubriendo por primera vez, en especial las nuevas generaciones.
Antes del mediodía, en compañía de Denis García, “el Flaco”, —mi amigo de infancia y de toda la vida— emprendí el viaje al Bluff. Él estuvo conmigo en todo momento, acompañándome con esa complicidad de quienes han compartido años, calles y secretos.
Volví al puerto de El Bluff por los nueve días del fallecimiento de don Chon Benavidez, uno de los personajes entrañables que menciono en el libro Hijos del Tiempo y la Arena. El viaje fue un reencuentro con los ecos del tiempo, de esos que se sienten en el pecho, como una marea que viene cargada de memoria y afecto.

Desde que la panga se fue acercando, reconocí la bahía, ese espejo inmenso de agua donde el cielo parece descansar.
Vi la silueta de la loma del faro y sentí que algo dentro de mí se alineaba con la tierra. Allí estaba Half Way Cay, la isla del Venado, la isla de Miss Lilian, la barra, y el eterno muelle de la Aduana. Vi las viejas casas, algunas aún de pie, otras ya solo en el recuerdo. El puerto ha cambiado, sí, pero su alma sigue intacta.
Estuve con los hijos de don Chon: Javier, Rina y Francis. Nos abrazamos en silencio, con esa mezcla de tristeza y gratitud que traen los reencuentros. Con Javier conversamos largo rato. Me habló de su llegada a El Bluff, cuando apenas era un niño. Venía con su madre desde Santo Domingo, Chontales, para quedarse a vivir con don Chon.
Me contaba cómo fue creciendo en el puerto y su vida deportiva como jugador de beisbol desde la liga infantil, amateur, primera división y profesional. Mientras hablaba, parecía que las imágenes cobraban vida en sus palabras. Éramos dos muchachos viejos hablando del tiempo como quien hojea un álbum de fotografías.
Luego fuimos al cementerio. Vi la tumba de don Chon y también a la de mis abuelos, Felipe y Manuela. Frente a esas cruces gastadas por el sol y la brisa, sentí que el tiempo se me encogía en las manos.
Todo lo que fui, lo que aprendí, lo que viví con ellos, me golpeó en un parpadeo. Vi sus rostros, escuché sus voces, sentí sus manos. Y agradecí haber regresado.

Al caer la tarde fui al parque nuevo. Es un espacio bonito, limpio, lleno de color. Había niños jugando, chavalos en bicicleta, risas, carreras, música a lo lejos. Me senté en una banca bajo un árbol, saqué mi libro y les leí un cuento: El avión amarillo y la lluvia de caramelos.
Unos veinte niños me rodearon, escuchaban con asombro, se reían. En sus ojos brillaba algo que reconocí: el alma curiosa de quien quiere soñar. Al concluir, con ayuda de unas madres, les entregamos caramelos y chocolates.
Ahí sentí el contraste. Hoy quedan pocos de los viejos del puerto. Algunos caminan despacio por las calles, otros están muy enfermos y muchos han fallecido. Sus voces se oyen menos, pero sus huellas están en cada rincón.
Sin embargo, el Bluff sigue vivo. Late en la alegría de los niños, en la energía de los jóvenes, en esa mezcla de mar y tierra que nunca deja de hablarle a quien quiere escuchar.
Regresé con nostalgia, sí. Pero también con alegría. Porque, aunque el tiempo pase, las raíces siguen firmes. Y mientras haya quien escuche, siempre habrá historias que contar.
Martes, 8 de abril de 2025
Foto Propia: Tumba de abuelos en El Bluff.
Publicado por Ronald Hill en 20:28

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