La brisa provenía del noreste y las olas rompían en las rocas de la costa. El camino de grava se inundaba, los baches crecían hasta rebalsarse y luego se vaciaban en la playa. Desde el puente de madera se miraba que el horizonte se teñía de nubes grises, los árboles del manglar se estremecían y las olas de la laguna buscaban la bahía.
Acostado en los tablones del puente, con las manos al aire, sostenía una fina cuerda de nylon que hacía girar con un diminuto anzuelo en el extremo. De frente, donde las aguas se mezclan, observaba el faro que previene a las embarcaciones del arrecife y, más allá, en poniente, la silueta de los Cayos.
Abajo, el anzuelo giraba sobre un cardumen de sardinas plateadas que capturaba para utilizarlas de carnada en la pesca que haría por la tarde en el muelle municipal.
La técnica la había adquirido poco a poco. Era sencillo, pero requería de mucha práctica: estar atento al mordisco de las sardinas y jalar velozmente la cuerda al sentirlo.
La sardina que picaba no se podía ver entre tantas que giraban en sincronía como si se tratara de un único organismo, pero al jalarla salía del agua destellando el color plateado de su cuerpo y sus ojos me miraban fijamente a pesar de los giros que daba hasta caer en los tablones.
Sus agallas palpitaban desesperadamente y daba coletazos laterales hasta que la tomaba de la cabeza, le quitaba el anzuelo y la tiraba en un pote viejo.
Un cayuco entró en la laguna, pasó debajo del puente y el cardumen desapareció.
Luego volvía la calma y nuevamente las sardinas. Atrapaba una y otra, hasta que repentinamente comenzó a llover.
La brisa del noreste se tornó en una lluvia copiosa, intensa, con truenos y relámpagos, y corrí a guarecerme en una casa de madera ubicada al otro lado del puente. Allí, en el corredor, escampé la lluvia que duró más de media hora.
Mientras miraba como el viento zarandeaba los árboles de las casas del frente, en el otro extremo del camino de grava, escuché un grito:
¡Aaa…maa!, ¡Aaa…maa!, ¡Aaa…maa!, proveniente del fondo del patio de la casa en que me guarecía.
Dejó de llover y con cuerda y carnada caminé entre los charcos de la grava hacia el lado del que provenía la voz. Entre los árboles vi una caseta de madera similar a una letrina, pero estaba cerrada con una cadena y un candado y en la parte superior tenía una ventanilla.
De allí provenía la voz y la escuché más fuerte, más desesperada:
¡Aaa…maa!, ¡Aaa…maa!, ¡Aaa…maa!,
Y me dispuse a asomarme cuando un hombre gritó desde el fondo de la casa, desde una ventana de la cocina, diciendo que me largara de su propiedad, que dejara de andar husmeando en casas ajenas.
Y corrí, corrí con miedo hacia el puente, lo subí y seguí corriendo con temor hasta que logré calmarme.
Después de pescar unos peces finos, plateados y chatos llamados Pez de Plata me dirigí a la casa. Abuela los preparó fritos con tajadas de plátano. Luego de la cena me acerqué al abuelo que se mecía en su silla.
“Abuelo, hoy escuché a un hombre gritar”, dije.
“Los hombres siempre gritan”, respondió.
“Este hombre era diferente, abuelo, era distinto”.
“Dígame que tenía de distinto, aquí hay hombres altos y bajos, blancos y negros, que tan distinto era”.
“Abuelo, gritaba desesperado. Lo tenían encerrado en una caseta de madera”.
“Usted logró ver a ese hombre”
“No, otro hombre se asomó por una ventana y dijo que me largara de su propiedad”.
“¿Dónde estaba ese hombre?”.
“En una casa, al otro lado del puente”.
“¿Usted qué hacía allí?”
“Nada, solamente me refugié en la casa por la lluvia y escuché los gritos”.
Abuelo se ladeo y miró hacia la calle en dirección al camino, comprobó que anochecía y volvió a mecerse.
La abuela entró a la sala con una lámpara de querosín y la colocó sobre una mesa.
“Está enfermo, padece de demencia o locura, y por ello lo mantienen encerrado. Antes, a ese hombre y otros muchos como él, al igual que a las mujeres, los encadenaban para que no se escaparan a las calles, pero ahora los encierran en ese tipo de celda”, dijo.
“El hombre gritaba: ¡Aaa…maa!, ¡Aaa…maa!”.
“También tienen sentimientos. Los encierran porque hay gente que les teme, hay otros hombres que los golpean y jóvenes maleducados les tiran piedras. Los familiares no quieren que les hagan daño”.
“Se hace noche”, dijo la abuela.
“Jovencito, es hora de dormir”, dijo el abuelo.
Di las buenas noches. Poco tiempo después llovió a cántaros y el viento sacudía las ramas de los árboles de mango, aguacate, mamones y pera de agua que poblaban el patio.
Me quedé dormido pensando en la locura, en que un día podría amanecer con esa enfermedad y sentí mucho temor de encontrarme encerrado.
Al día siguiente, por la tarde, me dirigí al otro lado del puente y me acerqué con cautela a la caseta del hombre encerrado.
Percibió mi presencia y comenzó a gritar de la misma manera, con desesperación. Desde las rejillas de madera tiré caramelos y galletas y me alejé corriendo. A varios metros de distancia, al salir al camino de grava, ya no gritaba.
Esa noche no llovió y salió la luna. Acostado pensaba en el hombre que mantenían encerrado, en los rayos de luna que entraban por la rejilla de madera iluminándole el rostro. Lo imaginaba tranquilo, en paz, sin dar gritos desesperados porque su madre abría la caseta y lo acurrucaba como a un niño.
10 de diciembre de 2022.
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Foto de portada / Propia.
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