Tras el escritorio su figura menuda era casi perfecta; tez bronceada, pocas pecas, ojos color miel, cabello lacio castaño sobre los hombros. Se levantó para saludarlo brindándole su mano y, al estrecharla, sintió el calor de su sangre mediterránea. Le ofreció una silla, dijo espérame, ya termino y, con coquetería, se inclinó sobre el anaquel adherido a la pared para retirar un ampo.
Con la mirada siguió sus movimientos concentrándose de la cintura hacia abajo; su falda volada de manta se levantó por el aire desprendido del abanico y volvió la mirada súbitamente delatando sus encantos a través de la sonrisa. Su rostro enrojeció al ser descubierto y con disimulo desechó los pensamientos inoportunos sacando un cuaderno de la mochila.
Regresó a la silla, puso a un lado el ampo, tomó su agenda, la abrió con el separador de hojas mostrando borrones, notas, el trajín del día, la semana y el mes; un laberinto de borrones y citas; su mundo de papel y tinta.
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— ¡Es un gusto trabajar contigo! —dijo con gentileza calculada y agregó— espero una relación franca y sincera.— Espero que sea reciproca y con buenos resultados —contestó admirando las pecas de su fina nariz.
Revisaron los objetivos del viaje y se encontraron en el aeropuerto para tomar el último vuelo a Bluefields. Al bajarse del avión Cessna caravan su figura ligera se cubría de goce. ¡Que brisa tan fresca, siento lo salobre en la piel! dijo al caminar hacia la caseta terminal lidiando con la falda que abrazaba sus piernas y el cabello en fiesta.
Tomaron un taxi para dirigirse al centro de la ciudad. En el recorrido, a través la ventana, admiraba las casas de madera y el sonido estridente de la música que desprendían, las tiendas apiñadas, el gentío caminando en las aceras, los niños jugando en las esquinas y los gritos de vendedores ambulantes. Cuando salió del taxi acarició su nariz inhalando el denso aroma marino mezclado con las aguas vertidas por las cunetas.
¡Que emoción, estoy en el caribe! dijo y se dirigieron a la recepción del hotel. Quedaron de verse una hora después.
Al ducharse la imagen de la falda en vuelo volvía insistente a sus pensamientos, la vio desnuda, admiró su piel nácar, su cintura gitana y alucinado saboreo la miel de su cuerpo. Volvió a la realidad cuando la ducha dejó de echar agua y exclamó ¡Ahora te jodistes!, ¡que agua más inoportuna! Minutos después bajó las gradas, salio a la recepción y la encontró recién bañada escribiendo en su libreta de notas. Al acercarse, su fresco aroma lo cautivó y ella cerró la libreta.
— Me apetece comer mariscos —dijo al cerrar el bolso.
Que te parece una plancha de mariscos.
A una cuadra del hotel, en El Pescafrito, preparan un buen plato —respondió.—
Si, excelente, vamos.
Se acomodaron en la esquina derecha al entrar. El pidió dos cervezas pero de inmediato ella dijo no, en el caribe hay que tomar ron. Brindaron por la Costa Caribe y ordenaron dos planchas de mariscos. Insistente preguntaba y, al seducirlo por su interés, le contó la historia de su tierra y su pasado.
Que casualidad le dijo, estamos en el mes de mayo y relató el origen y la tradición de las fiestas que se celebran durante el mes mientras ella seguía sin interrumpir los detalles.
La mesera retiró las planchas vacías y le preguntó sobre los sitios donde se bailaba el Palo de Mayo entusiasmada por el relato.
En el Four Brothers respondió la mesera, cerca de aquí, caminando hacia Punta Fría.
¿Conoces?, le preguntó y, al responder que sí, le pidió que la llevara a ver el famoso baile.
La vieja casa de madera se tambaleaba al ritmo de las parejas que bailaban la música de Palo de Mayo.
Sorprendida observaba los movimientos y contorsiones eróticas, inhaló un aire mezclado de sudor, alcohol y humo denso, humo cannabis; caminaron hacia la barra abriéndose paso a empujones y él pidió dos cervezas. Mientras el barman abría las cervezas, un joven creole se acercó admirándola de pies a cabeza y la invitó a bailar ofreciéndole su mano, sin dudarlo la tomó y abrieron espacio para bailar.
Desde la barra, observaba con asombro su estilo de bailar. Levantó sus manos y comenzó a palmear mientras movía sus pies en puntilla hacia delante y hacia atrás.
El joven creole entusiasmado se contorsionó haciendo temblar todo su cuerpo. Ella extendió los brazos hacia el frente moviendo las piernas en sincronía, un brazo al frente, una pierna atrás.
Dio un salto y con las manos hizo círculos sobre su cabeza extendida hacia atrás iniciando movimientos circulares con los brazos seguidos de quiebres sensuales de cadera.
Regresó a él bañada de sudor mientras la aplaudía, de un trago bebió media cerveza y se dio un cambio de ritmo.
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Lo tomó de la mano invitándolo a bailar una canción soul, ¿segura?, le preguntó y, sin responder, frente a la barra cruzó sus manos por su cuello atrayéndolo.
Sintió el palpitar desbocado de su corazón gitano, el calor de sus mejillas, la falda quieta adherida a su cintura y su gracia mediterránea.
Ronald Hill A.
La Colina Nueva Guinea, RAAS
Lunes, 02 de mayo de 2011